Ninguna religión puede existir sin la ayuda de la fe. La fe es mucho más que la creencia. La fe es la voluntad activa de creer, a pesar de los argumentos de la razón. Los primeros Padres de la Iglesia cristiana valoraban la lealtad de los fieles por su voluntad de creer lo incomprensible, lo inexplicable. Tal es el núcleo central de la fe: aceptar el dogma establecido por los líderes de la religión. Por esto, es más valiosa cuanto más absurdo es el dogma. Lo que establece el creyente a través de su fe, no es un acto de ilimitada confianza en su Dios, sino un pacto de ilimitada obediencia a su Pontífice.
La ciencia, en cambio, no necesita la fe sino la razón. Su pacto de lealtad estriba en la experimentación rigurosa, la comprobación lógica y práctica de sus hipótesis y la capacidad de cambiar enteramente de opinión si se demuestra el error.
Pero sería tonto decir que la ciencia es "mejor" que la religión, o que ésta es "inútil" porque no es racional. De hecho, más del noventa por ciento de las acciones de cada ser viviente tiene su origen en motivaciones no racionales. Solamente la especie humana, entre todas las especies vivientes, ha sufrido la enajenación de lo racional y cree que la razón, y solamente la razón, puede explicar el universo y sus alrededores. Creencia tonta que se contradice a sí misma por dos razones: primera, porque es irracional en su propio origen; y segunda, porque toda la historia de los actos humanos es una sola cadena de aventuras irracionales.